Si bien ocupaba el cargo desde el pasado 1 de mayo tras la abdicación de Akihito, la entronización oficial tuvo lugar el 22 de octubre: Naruhito se sentó en el trono y allí se comprometió a trabajar por “la felicidad del pueblo y la paz en el mundo”.
Dos mil invitados de 180 países, entre ellos familias reales y dignatarios, asistieron a la ceremonia que tuvo lugar en el palacio real de Tokio, donde Naruhito, junto a Masako, protagonizaron la ceremonia ataviados con los trajes tradicionales.
La ceremonia de entronización ha comenzado cuando, a modo de telón teatral, se han descorrido las cortinas colgadas de un dosel que escondían el Takamikura, el trono milenario desde donde Naruhito se autoproclamó emperador vestido con un traje ceremonial de varias capas, naranja oscuro la que estaba a la vista. A su lado, bajo un dosel más reducido y sentada en el trono más pequeño se encontraba la emperatriz Masako, vestida con un kimono de doce capas (que pesa unos 14 kg.). A su alrededor se encontraba, también con traje ceremonial, el resto de la familia imperial, menos los emperadores eméritos, Akihito y Michiko, ni tampoco la princesa Aiko, la única hija de los emperadores, aún menor de edad, y cuyo camino al trono está vetado por la ley sálica que impide que una mujer suba al trono del crisantemo.
En un breve discurso, Naruhito ha recordado a su padre, el emperador Akihito, quien durante sus casi 30 años en el trono (sucedió a su padre Hirohito en 1990), trabajó incansablemente por “la felicidad del pueblo y la paz en el mundo. Siempre compartió las alegrías y las tristezas del pueblo y siempre se mostró compasivo”.
El nuevo emperador asumió la responsabilidad de cumplir con el papel que le asigna la constitución japonesa como “símbolo del Estado y de la unidad del pueblo de Japón” y se comprometió, siguiendo el ejemplo de su padre, a actuar con “responsabilidad y sabiduría en favor del bienestar del pueblo japonés y la prosperidad de la humanidad”.